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calzoncillo, camiseta, camisa, todo debía adaptarse y servir al momento particular por el que atravesaba su salud. Ni mucho abrigo ni poca ropa.

A la una de la tarde, el caballo en que debía montar José Marino esperaba ensillado a la puerta del bazar. Lo sujetaba por una soga el sobrino del comerciante. Dentro del bazar se discutía a grandes voces y entre carcajadas. Arregladas las cuentas entre Marino, Rubio y Benites daban la despedida al comerciante, sus dos socios, el cajero Machuca, el profesor Zavala, el comisario. Baldazari y misters Taik y Weiss. Las copas menudeaban. Machuca, ya un tanto bebido, preguntaba zumbonamente a Marino:

—¿Y con quién deja usted a la Rosada?

La Rosada era una de las queridas de Marino. Muchacha de dieciocho años, hermoso tipo de mujer serrana, ojos grandes y negros y empurpuradas mejillas candorosas, la trajo de Colca como querida un apuntador de las minas. Sus hermanas Teresa y Albina, la siguieron, atraídas por el misterio de la vida en las minas, que ejercía sobre los aldeanos, ingenuos y alucinados, una seducción extraña e irresistible. Las tres vinieron a Quivilca huidas de su casa. Sus padres —unos viejos campesinos miserables— las lloraron mucho tiempo. En Quivilca, las muchachas se pusieron a trabajar, haciendo y vendiendo chicha, obligándolas este oficio a beber y embriagarse frecuentemente con los consumidores. El apuntador se disgustó pronto de este género de trabajo de la Graciela y la dejó. A las pocas semanas, José Marino la hizo suya. En cuanto a Albina y a Teresa, corrían en Quivilca muchos rumores.

Marino, a las preguntas repetidas de Machuca, respondió con desparpajo: