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penderse a una cuerda, que sujetaba por el otro extremo un muchacho, arrollada a la cintura. El sora, con el peso de su cuerpo, templó la soga y la ajustó de tal manera, que iba a cortarle la cintura al otro, que no tenía cómo deshacerse y pataleaba de dolor, poniendo morada la cara y echando la lengua. El sora le veía, y, sin embargo, seguía en su maroma riéndose como un idiota. Son unos crueles y despiadados. Unos fríos de corazón. Les falta ser cristianos y practicar las virtudes de la Iglesia.

—¡Bravo! ¡Bien dicho! ¿Pide usted las copas? —dijo Marino.

—Déjeme, que estoy hablando ...

—Pero pide usted...

—¡Maldito sea! Sirva usted no más...

Leónidas Benites no hacía más que expresar por medio de palabras lo que practicaba en la realidad de su conducta cotidiana. Benites era la economía personificada y defendía el más pequeño centavo, con un celo edificante. Vendrían días mejores, cuando se haya hecho un capitalito y se pueda salir de Quivilca, para emprender un negocio independiente en otra parte. Por ahora, había que trabajar y ahorrar, sin otro punto de vista que el porvenir. Benites no ignoraba que en este mundo, el que tiene dinero es el más feliz, y que, en consecuencia, las mejores virtudes son el trabajo y el ahorro, que procuran una existencia tranquila y justa, sin ataques a lo ajeno, sin vituperables manejos de codicia y despecho y otras bajas inclinaciones, que producen la corrupción y la ruina de personas y sociedades. Leónidas Benites solía decir a Julio Zavala, maestro de escuela:

—Debía usted enseñar a los niños dos únicas cosas: trabajo y ahorro. Debía usted resumir la doctrina cristiana en esos dos apotegmas supremos, que en mi concepto, sintetizan la mo-