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tintamente las cosas. ¿Recuerdan ustedes lo de puerta?...

—¿Lo de la puerta de la oficina? — interrogó el cajero, tosiendo.

—Exactamente. El sora, de buenas a primeras, echó la puerta al hombro y se la llevó a colocar en su corral, con el mismo desenfado y seguridad del que toma una cosa que es suya.

Una carcajada resonó en el bazar.

—¿Y qué hicieron con él? Es divertido.

Cuando le preguntaron a dónde llevaba la puerta, "A mi cabaña", contestó sonriendo con un candor cómico e infantil. Naturalmente, se la quitaron. Creía que cualquiera podía apropiarse de la puerta, si necesitaba de ella. Son la divertidos.

Marino dijo, guiñando el ojo y echando toda la barriga:

—Se hacen los tontos. ¡Son unas balas!

A cuyo concepto se opuso Benites, poniendo una cara de asco y piedad:

—¡Nada, señor! Son unos débiles. Se dejan despojar de lo que les pertenece, por pura debilidad.

Rubio se exasperó:

—¿Llama usted débiles a quienes se enfrentan a los bosques y jalcas, entre animales feroces y toda clase de peligros, a buscarse la vida? ¡A que no lo hace usted, ni ninguno de los que estamos aquí!

—Eso no es valor, amigo mío. Valor es luchar de hombre a hombre; el que echa abajo al otro, ése es el valiente. Lo demás es cosa muy distinta.

—¿Así es que usted cree que la fuerza de un hombre, su valor, ha sido creada para invertirla en echar abajo a otro hombre?... ¡Magnífico! A mí me parecía que el valor de un in-