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gran número de fincas urbanas y rurales, y bullían constantes ajetreos en las notarías públicas y en los juzgados. Los dólares de la "Mining Society" habían comunicado a la vida provinciana, antes tan apacible, un movimiento inusitado.

Todos mostraban aire de viaje. Hasta el modo de andar, antes lento y dejativo, se hizo rápido e impaciente. Transitaban los hombres, vestidos de caqui, polainas y pantalón de montar, hablando con voz que también había cambiado de timbre, sobre dólares, documentos, cheques, sellos fiscales, minutas, cancelaciones, toneladas, herramientas. Las mozas de los arrabales salían a verlos pasar y una dulce zozobra las estremecía, pensando en los lejanos minerales, cuyo exótico encanto atraía de modo irresistible. Sonreían y se ponían coloradas, preguntando

—¿Se va usted a Quivilca?

—Sí. Mañana muy temprano.

—Quién como los que se van! ¡A hacerse ricos en las minas!

Así venían los idilios y los amores, que habrían de ir luego a anidar en las bóvedas sombrías de las vetas fabulosas.

En la primera avanzada de peones y mineros marcharon a Quivilca los gerentes, directores y altos empleados de la empresa. Iban allí, en primer lugar, místers Taik y Weiss, gerente y subgerente de la "Mining Society"; el cajero de la empresa, Javier Machuca; el ingeniero peruano Baldomero Rubio, el comerciante José Marino, que había tomado la exclusiva del bazar y de la contrata de peones para la "Mining Society"; el comisario del asiento minero, Baldazari, y el agrimensor Leónidas Benites, ayudante de Rubio. Este traía a su mujer y dos