como la desintegración de la materia resulta una trascendencia en la substancia inconcebible.
Pero aquí lo infinitamente pequeño va a permitirnos fijar mejor nuestras nociones.
La velocidad con que nuestro sistema cae o marcha hacia la constelación de Hércules, sin modificación apreciable del panorama estelar durante más de treinta siglos, puede compararse en sus consecuencias con la de los átomos de helium, lanzados en la famosa experiencia de Rutherford y Roys, a razón de veinte mil kilómetros por segundo. (J. Perrin, Les Atomes, pág. 270).
Efectivamente, si el diámetro calculado del corpúsculo es un tercio de diez billonésimo de centímetro, aquél pondrá con la velocidad antedicha, cerca de cuarenta minutos para recorrer un centímetro, o treinta y seis días para hacer un metro, siempre que no halle obstáculo alguno. Pero la observación demuestra que hallará obstáculos a cada paso y que, prácticamente, se detendrá a los pocos centímetros, sistematizándose hasta el advenimiento de un nuevo episodio libertador. Nuestro sistema, relativamente a su tamaño, puede hallarse en un estado semejante de libertad en el seno del espacio cósmico. Si tal fuere, no llegaría nunca, porque no tendría cómo ni adónde, y su espacio sería forzosamente finito.
Si la capacidad de este espacio nos parece infinita, ello proviene de que es inconmensurable. Podríamos llegar tal vez a formularla con un número, pero