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A contemplación de la bóveda celeste sugiere a cualquier inteligencia medianamente generalizadora, la idea del mundo en suspensión dentro de dicho cóncavo. Durante las épocas de grosera barbarie como la alta Edad Media cuya documentación es preciosa al respecto, la tal bóveda asienta sobre la superficie terráquea del propio modo que una campana de cristal; y cuando la experiencia suministrada por los viajes, primero terrestres, luego de circunnavegación, enseña a la vez lo ilusorio de aquel fenómeno y la autonomía de la tierra como una esfera flotante, la bóveda que decíamos transfórmrse a su vez en una esfera cristalina hueca que contiene al mundo concéntrico, tal cual la clara de un huevo a la yema. La experiencia cosmográfica revela después que todos los astros están contenidos a diferentes alturas en la supuesta bóveda, lo cual obliga a imaginar nuevas esferas concéntricas. Descúbrese, por último, que no hay tales esferas ni tal bóveda; que la amplificación y la multiplicidad de estas últimas son ilusiones como el propio aspecto cóncavo del cielo, y que el espacio continente del universo es un abismo.