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nas de mi ventana y miré afuera. La ventana daba al terreno cubierto de césped que se extendía delante de la puerta principal. Del otro lado de este espacio descubierto, dos montes de árboles nuevos gemían y ondulaban al impulso del viento que empezaba á levantarse. La luna en cuarto creciente se abría paso por entre los desgarrones de las nubes en rápida carrera. A la fría luz del astro distinguí, del otro lado de los árboles, una abrupta cadena de peñascos y la loma extensa y baja del melancólico páramo. Corrí otra vez las cortinas, al advertir que esta última impresión estaba en armonía con todas las anteriores.

Sin embargo, no fué precisamente la última.

Me acosté rendido, pero permanecí desvelado, volviéndome sin descanso de un lado á otro, llamando al sueño que huía de mis párpados. Desde muy lejos llegaba á mis oídos el campanilleo armónico de un reloj que daba los cuartos de hora; pero, por lo demás, un silencio de muerte reinaba en la vetusta casa. Y, de repente, en medio de la profunda calma de la noche, sentí un rumor claro, sonoro é inconfundible. Era el sollozar de una mujer, la congoja ahogada, reprimida, de una alma desgarrada por una pena invencible. Me incorporé en la cama, y escuché ansiosamente. El rumor no podía venir de muy lejos; partía seguramente de la casa.

Durante media hora estuve esperando que se repitiera, con mis nervios todos en tensión, pero no volví á oir más ruido que el de las campanillas del reloj y el roce de la hiedra contra el muro.