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por la que el coche volvió á rodar silencioso sobre las camadas de hojas caídas, y cuyos viejos árboles extendían las ramas por arriba de nuestras cabezas transformando aquello en un túnel sombrío.
El baronet se estremeció al recorrer con la vista el largo y obscuro camino, en cuyo extremo se entreveía, como una visión fantástica, la casa de sus mayores.
Fué aquí?—preguntó en voz baja.
—No, no; la alameda de los Tejos está del otro lado.
El joven heredero echó una mirada á su alrededor con expresión adusta.
—No es de extrañar que mi tío presintiera algún trastorno, dado el sitio en que vivia—dijo.—Es como para amedrentar á cualquiera. Dentro de seis meses habrá aquí una hilera de lámparas eléctricas, que transformará esto por completo, y allí, frente á la puerta principal, tendré un foco, Swan y Edison, de mil bujías.
La avenida iba á rematar en un vasto espacio descubierto, alfombrado de césped, al llegar al cual la casa surgió á nuestros ojos. A la luz indecisa del crepúsculo distinguí que la parte central formaba un cuerpo macizo, del cual se destacaba un pórtico. Todo el frente estaba revestido de hiedra, salvo uno que otro parche recortado aquí y allá, en el sitio donde una ventana desgarraba el sombrío velo. De este cuerpo central surgían las torres gemelas, vetustas, almenadas y acribilladas de troneras. A derecha é izquierda de ellas se extendían las alas de granito negro, más modernas.
Una luz mortecina brillaba en las ventanas con bastidores recargados de pilares, y de las altaschimeneas que se elevaban sobre el techo empinado