obscureciéndose da vez más. Hasta el baronet dejó de hablar y se arropó mejor su sobretodo.
La campiña fértil habfa quedado detrás y debajo de nosotros. Nos dimos vuelta para contemplarla. Los rayos oblictos del sol ya sobre el hori"zonte, convertían las corrientes de agua en hilos de oro y se reflejaban en la tierra rojiza, recién revuelta por el arado, y en la vasta maraña de los bosques. Delante de nosotros, el camino iba haciéndose cada vez más borroso y más agreste al cruzar inmensas lomas de color pardo y aceitunado, sembradas de peñascos gigantescos. De tiempo en tiempo, pasábamos por junto á alguna casita rústica, con paredes y techo de piedra, sin una sola enredadera que rompiese sus rígidos perfiles. De pronto apareció á nuestros pies una gran depresión cóncava, en la que formaban parches numerosos grupos de robles y de abetos achaparrados, ladeados y arqueados por la furia de muchísimas tormentas. Dos torres altas delgadas se destacaban sobre los árboles. El cochero las señaló con el látigo.
M 4444 —Baskerville Hall—dijo.
El baronet se había levantado y miraba con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. A los pocos minutos llegábamos á la verja del parque, un laberinto de fantásticos dibujos de hierro forjado, sustentada por carcomidos pilares á un lado y al otro, plagada de líquenes y coronada por las cabezas de jabalí de los Baskerville. La casa del guarda era un montón de piedras negras y de vigas en esqueleto, pero, frente á estas ruínas, había un edificio nuevo, á medio hacer todavía, primer fruto del oro sudafricano de sir Carlos.
Pasando por la verja entramos en una alameda