nes, pero hasta ahora no han podido encontrarlo. Los chacareros de estos sitios no están muy contentos que digamos, señor; es la verdad.
—Pero tengo entendido que se les da veinticinco pesos á los que comunican datos.
—Sí, señor; pero la probabilidad de ganar los veinticinco pesos es muy poca cosa comparada con la probabilidad de que le corten á uno el ganote. Porque éste no es un presidiario como cualquier otro, señor. Este es un hombre que no se para en nada.
—Quién es, entonces?
—Es Selden, el asesino de Notting Hill.
Yo recordaba bien el caso, porque era precisa mente uno que había interesado á Sherlock Holmes por la forma particularmente féroz en que se había consumado el crimen, y por la brutalidad desenfrenada de que había hecho gala el asesino.
La conmutación de la pena de muerte se había concedido únicamente en virtud de las dudas que habían surgido respecto al estado mental del individuo; tan atroces habían sido sus crímenes. Nuestro break había coronado una altura, y frente á nosotros se desarrollaba la inmensa extensión del páramo, salpicado de mojones (los túmulos de los jefes celtas primitivos) y de picachos fragosos y escarpados. Venía de él un viento frío que nos hacía tiritar. En algún punto de aquel desolado espacio estaría emboscado este hombre feroz, metido en una oueva como un animal salvaje, con el corazón lleno de perversas intenciones contra todos, contra su raza entera que lo había expulsado de su seno. No hacía falta más para completar los siniestros pensamientos que sugeria aquel yermo estéril, aquel cierzo helado y aquel cielo que iba