dando siempre cuesta arriba, pasamos por un estrecho puente de granito, y costeamos un arroyo rugiente y espumoso que corría por entre peñascos grises. Camino y torrente serpenteaban por un valle poblado de robles y de abetos miserables.
Cada vez que doblábamos un recodo, el baronet lanzaba una exclamación de júbilo, y mirando ávidamente á su alrededor emprendia una serie interminable de preguntas. A sus ojos todo parecía hermoso; pero, para mí, un tinte de melancolía cubría la campiñe que tan claros indicios daba de la estación con que iba terminando el año. Hojas amarillentas alfombraban las calles y se desprendían revoloteando sobre nuestras cabezas. El crujido de las ruedas se amortiguaba al cruzar el break por entre los restos de vegetación putrefacta, amontonada en el suelo por el viento... tristes dones, me parecieron, que la naturaleza arrojaba al paso del heredero de los Baskerville, en ocasión de su llegada.
—¡Hola —exclamó el doctor Mortimer.es esto?
—¿Qué Una empinada loma oubierta de matorrales, avanzado espolón del páramo, se extendía delante de nosotros. Y en lo más alto de ella, firme y clara como una estatua ecuestre en su pedestal, aparecía la figura de un soldado á caballo, sombrío y rígido, con el arma al brazo, Parecía observar desde su atalaya el camino que nosotros recorríamos.
—Qué hay, Perkins?—preguntó el doctor Mortimer.
El cochero se dió vuelta á medias en su asiento.
—Un presidiario que se ha escapado de Princetown, señor. Hace ya tres días de esto, y los guardias vigilan todos los caminos y todas las estacio-