te un compañero á cuyo lado uno podía aventurarse á correr un riesgo, seguro de que él compartiría valientemente el peligro.
El tren paró en una pequeña estación apartada, y todos bajamos. Junto á ella, del otro lado de le empalizada baja y blanqueada, estaba esperándonos un break con una yunta de jacas. Nuestro arribo fué todo un acontecimiento, porque tanto el jefe de la estación como los empleados y los mozos de cordel se agruparon á nuestro alrededor para desembarcar el equipaje. Aquel era un sitio campestre, tranquilo y sencillo; pero me sorprendió ver que junto a la puerta de la empalizadaestaban plantados dos hombres de aspecto marcial, vestidos de uniforme obscuro, que, apoyados en sus carabinas, nos dirigieron una mirada escrutadora euando pasamos.
El cochero, un sujeto pequeño, de fisonomía vulgar y áspera, hizo un saludo á sir Enrique, y pocos minutos después, volábamos rápidamente por el camino ancho y blancuzco. Praderas quebradas pasaban á ambos lados de nosotros, y viejas casas de techo triangular asomaban por entre el follaje yerde y tupido; pero detrás de la campiña apacible y llena de sol, se levantaba siempre, destacándose obscura sobre el cielo de la tarde, la prolongada y sombría loma del páramo, quebrada por las colinas, crestadas y siniestras.
El break torció de pronto, entrando en un camino lateral, y seguimos cuesta arriba, metiéndonos en calles surcadas por ruedas desde hacía siglos, y que se encajonaban entre altas orillas cargadas de musgo húmedo y de pulposas lenguas de ciervo.
Helechos bronceados y zarzas moteadas de diver sos colores brillaban á la luz del sol poniente. An