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III

EL PROBLEMA

Confieso que al oir estas palabras sentí un escalofrio en todo el cuerpo. La voz del doctor temblaba de una manera que hacía ver lo profundahente emocionado que estaba él también por lo que nos contaba. Holmes se incorporó bruscamene, y sus ojos adquirieron el brillo duro, seco, que les era característico cuando mi amigo llegaba a interesarse vivamente en algo.

—¿Usted vió eso?—preguntó al doctor Mortimer.

—Tan claramente como estoy viendo á usted ahora.

—¿Y no ha dicho nada?

—¿Qué necesidad había?

—¿Cómo es que nadie más lo vió?

—Las huellas estaban á dos ó tres yardas del cadáver, y nadie les dió importancia. Me parece que yo tampoco me habría fijado en ellas á no haber sido que conocía la leyenda.

—¿Hay perros ovejeros en el páramo?

—Indudablemente. Pero aquél no era un perro ovejero.

—¿Dice usted que era grande?

—Enorme.

—¿Y no se había acercado al cuerpo?

—No mucho.