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trastornado de terror, que apenas podía hablar; al fin, dijo que había visto, efectivamente, á la infeliz doncella y á los sabuesos sobre su rastro. «Pero he visto algo más todavía —agregó.— Hugo Baskerville ha pasado por junto á mí, montado en su yegua negra, y detrás de él corría en silencio un sabueso infernal, como Dios no permita que vea yo nunca sobre mi huella.»

»Entonces los caballeros, beodos, vociferaron maldiciones contra el pastor, y siguieron adelante. Pero pronto se les heló la sangre, porque se oyó un galope á través del páramo, y la yegua negra, cubierta de espuma pasó junto á ellos, en dirección contraria, arrastrando la brida y sin jinete. Entonces, todos se apretaron unos contra xotros, porque les asaltó un gran miedo; pero continuaron corriendo por el páramo, aunque cualquiera de ellos, si hubiera estado solo, habría vuelto grupas con mucho gusto. Avanzando, poco á poco, en esta forma, llegaron, al fin, adonde estaban los sabuesos. Estos, aunque valientes y bien adiestrados, se arrimaban unos contra otros aullando lastimeramente, á la entrada de una profunda hondonada: unos trataban de escabullirse, y otros, con los colmillos salientes y los ojos azorados, miraban con fijeza cuesta abajo, por la angosta garganta que se abría delante de ellos.

»Los caballeros habían hecho alto, más despejados entonces (como podéis suponer) que en el momento de su partida. En su mayor parte, no quisieron avanzar de ningún modo; pero tres de ellos, los más audaces (o tal vez los más borrachos), bajaron por la hondonada. Esta iba á terminar en un ancho valle, en el que había dos