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vado, al ver la ansiedad y el júbilo con que nos puso en la pista de su marido. La dejamos en una estrecha península de tierra firme y turbera que iba a terminar en punta en el inmenso y profundo lodazal.

MA

Desde el extremo de esta península, una pequeña vara plantada aquí y allá hacía ver por dónde iba serpenteando el sendero, de mata en mata, entre el juncal, en medio de aquellos pozos cubiertos de verde espuma y de aquellos tembladales inmundos que cerraban el paso al extrafio.

Cañas vigorosas y plantas acuáticas obscuras y viscosas enviaban á nuestro olfato un olor á podredumbre y un pesado vapor miasmático, mientras que un paso en falso nos sumergía más de una vez hasta el muslo en el fangal sombrío, tembloroso, que se agitaba á nuestros pies con suaves ondulaciones, en un círculo de muchas yardas. La Gran Ciénaga se asía con tenaces garras á nuestros talones á medida que andábamos; y, cuando nos hundíamos en ella, era como si alguna mano perversa fuera atrayéndonos hacia aquellas siniestras profundidades... tan firme y tan resueltamente nos retenía. Sólo una vez vimos señales de que alguien había pasado por aquel camino peligroso antes que nosotros. Entre una mata de hierba cana que surgía sobre el lodo, se destacaba un pequeño bulto negro. Holmes se hundió hasta la cintura al desviarse del sendero, para poder recoger aquel objeto, y, á no haber estado alli nosotros para sacarlo á la rastra, nunca habría vuelto á poner los pies en tierra firme. Levantó un viejo botín negro en el aire. «Meyers, Toronto, Canadá», se leía impreso sobre el cuero en la parte interior.