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tal al viejo y carcomido tirante de madera que sostenía de un extremo al otro el techo. A esta viga estaba atada una persona, tan envuelta y vendada por las cuerdas y las toallas con que la habían asegurado, que en el primer momento no nos fué po sible discernir si se trataba de un hombre ó de una mujer. Una toalla le ceñía la garganta, y estaba anudada por detrás, sobre la viga. Otra le cubría la parte inferior del rostro; y, por arriba de ella, un par de ojos negros, llenos de dolor y de vergüenza, y de ansiosas interrogaciones también, se clavaban en nosotros. En un instante arrancamos la mordaza y desatamos las ligaduras, y la señorn Stapleton se desplomó á nuestros pies. La hermosa cabeza se le cayó sobre el pecho, y pude ver en su nuca la clara rońcha rojiza de un latigazo, —¡Qué bruto—exclamó Holmes.— Aquí, Lestrade !... ¡ su frasco de aguardiente! Pónganla en una silla. Se ha desmayado de dolor y de extenunción.

AMA ..

La señora volvió á abrir los ojos.

— Se ha salvado él ?—preguntó.— Se ha eso pado?

—No se nos puede escapar, señora.

—No, no; no me refiero á mi marido. Sir Puri que se ha salvado?

—Si.

¿Y el sabueso?

—Está muerto.

La señora Stapleton dió un largo suspim de allvio.

— Dios sea loado! ¡Dios sen londo! ¡Oh, qué infame! Vean cómo me ha puesto l Se arremangó la blusa, y vimos con horror que