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sos iban haciéndose más fuertes; y de pronto, abriéndose paso á través de la niebla, como si ésta fuera una cortina, apareció el hombre que esperábamos. Echó á su alrededor una mirada de sorpresa, al salir á la claridad de la noche estrellada. Luego siguió andando rápidamente por el serdero, pasó por junto á donde estábamos, y se alejó, cuesta arriba, por la dilatada pendiente. Al caminar miraba continuamente a un lado y á otro, como si se sintiera incómodo.

— Chis—exclamó Holmes, y of el crie del gatillo de su revólver, Miren jahi viene !

Se oía un débil pero vivo y continuo redoble de pisadas, en el mismo corazón de aquel banco de niebla flotante. La nube estaba ya como a cincuenta yardas de nosotros, y los tres teníamos clavados los ojos en ella, sin saber qué horror iba á surgir de allí repentinamente. Me acerqué más á Holmes y le dirigí una rápida mirada. Estaba pálido, pero su expresión era triunfante y sus ojos chispeaban á la luz de la luna; y de pronto, vi que los desviaba bruscamente para clavarlos, rigidos, en un punto, y que sus labios se entreabrían asombrados. En este mismo instante, Lestrade dió un grito de terror, y se echó de bruces al suelo. Yo me incorporé, asiendo con mano inerte mi revólver, fulminado también por la espantosa aparición que había saltado á nuestros ojos de entre los misterios de la niebla.

Era un perro, un perro enorme, negro como el carbón; pero un perro como no han visto nunca igual ojos mortales. Salía fuego de su boca entreabierta; sus ojos brillaban como ascuas; el hocico, los colmillos y la papada se le delineaban con fulguraciones trémulas. Ni el cerebro más