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samiento de aquella caminata solitaria a través del ominoso páramo pesaba de una manera opresiva en su espíritu. ; Estaba observándolos cuando vi que Stapleton se levantaba y salía de la pieza, en tanto que sir Enrique llenaba otra vez su vaso y se retrepaba en la silla, chupando el cigarro. Oí el chirrido de una puerta y el vivo crujir de la arena, bajo las pisadas de alguien.

Estas pisadas pasaron por junto á mí, á lo largo del camino que corría del otro lado de la pared detrás de la cual estaba yo agazapado. Mirando por encima de ella vi que el naturalista iba á detenerse delante de la puerta de una casucha aislada en un ángulo de la huerta. Giró la llave en la cerradura de esta puerta, y, al entrar el naturalista, salió de allí un rumor curioso... como de retozos. Sólo estuvo adentro un minuto, ó cosa así. En seguida volví á oir el ruido de la llave, y el naturalista pasó por delante de mí y entró otra vez en la casa. Lo vi reunirse á su huésped.

Entonces me deslicé cautelosamente hasta el lu gar donde estaban esperándome mis compañer y les conté lo que había visto.

—¿Dice usted, Watson, que la mujer no el 4 allí?—me preguntó Holmes cuando hube termi nado mi relato.

—No la he visto.

—Y dónde puede estar, entonces, luz en ninguna pieza excepto en la cocina —No me imagino dónde puede estar.

He dicho ya que sobre la Gran Ciénaga flotaba aquella noche una niebla densa y blanen. Venia arrastrándose lentamente en dirección á nosotros, y formaba ya de aquel lado una especie de mura-