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nuestra jornada. Tengo que pedirle que camine en puntillas y que cuchichee apenas.

Nos metimos cautelosamente en el sendero, como si nos dirigiéramos á la casa; pero Holmes nos mandó hacer alto cuando estuvimos á unas doscientas yardas de ella.

—Es bastante—dijo.—Estas rocas, á la derecha, forman una cortina admirable.

— Vamos á esperar aquí?

—Sí; el sitio es excelente para una emboscada. Métase en este agujero, Lestrade. Usted ha estado dentro de la casa no es así, Watson?

¿ Puede decir cuál es la posición de las piezas?

¿Qué ventanas son éstas, las que tienen enrejado, en esta esquina del edificio?:

—Creo que son las de la cocina.

—¿Y aquella más allá, tan iluminada?

—Aquélla es, seguramente, la del comedor.

—Las cortinillas están alzadas. Usted conoce mejor los accidentes del terreno. Adelántese á la rastra, con cuidado, y vea qué es lo que están haciendo... pero por Dios! no vaya a hacerles saber que estamos espiándolos.

Bajé en puntillas por el sendero; y, al llegar á la pared baja que cerraba la huerta achaparrada, me agaché detrás de ella. Arrastrándome entonces á la sombra de la cerca, llegué á un sitio desde el cual podía ver el interior de la pieza, á través del vidrio descubierto.

No había más que dos hombres en ella: sir Enrique Stapleton. Estaban sentados, de perfil á la ventana, uno á cada lado de la mesa. Los dos fumaban cigarros y tenían por delante café y vino.

Stapleton hablaba animadamente, pero el baronet parecía pálido y preocupado. Tal vez el pen-