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Que apareció muerto, sin una señal en el cuerpo. Usted y yo sabemos que murió de terror simplemente, y sabemos también qué fué lo que le aterrorizó; pero, ¿cómo podríamos conseguir que doce estólidos jurados lo supieran? ¿Qué rastros hay de tal sabueso? ¿Dónde están las señales de sus colmillos? Todo el mundo sabe, por supuesto, que un perro de presa no muerde á un cadáver; y á nosotros nos consta que sir Carlos había muerto antes de que el animal lo alcanzara. Pero tenemos que probar todo esto, y no estamos todavía en condiciones de poder hacerlo.

—Perfectamente. ¿Y lo de esta noche?

—No estamos mejor, tampoco, con lo de esta noche. Una vez más, no hay relación directa entre el sabueso y la muerte del hombre. No llegamos siquiera á ver al sabueso. Lo oímos, pero no podríamos probar que corría sobre el rastro del infeliz. Habría una falta absoluta de motivo para esto. No, mi querido amigo; hay que resignarse con el hecho de que no tenemos hasta ahora en qué fundar la acusación, y pensar que este caso vale bien la pena de que corramos cualquier riesgo para poder establecerla.

Y qué se propone usted hacer para esto?

—Tengo muchas esperanzas en lo que la señora Laura Lyons puede hacer por nosotros cuando se le explique el verdadero estado de cosas. Y aparte de esto, tengo mi propio plan. Bastante trabajo dará mañana toda esta infamia; pero espero que, antes de que termine el día, habré conseguido, al fin, ponerle el pie sobre el cuello al muy canalla.

No pude sacarle nada más á Holmes, que, desde aquel instante, se absorbió en sus pensamien-