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rasa y alta, que dominaba una meseta sembradade guijarros. Sobre el suelo escabroso de esta meseta se veía un bulto negro, irregular. Corrimos hacia él, y sus vagos contornos se delinearon en una forma precisa. Era un hombre, caído de bruces, con la cara contra el suelo, la cabeza doblada debajo del pecho formando un ángulo horrible, la espalda arqueada y el cuerpo apelotonado como si fuera á dar un salto mortal. Tan grotesca era esta actitud que por un momento no me di cuenta de que, en el quejido aquel, el infeliz había exhalado su alma. Ni un murmullo, ni un susurro salía ya del bulto sombrío sobre el cual nos inclinábamos. Holmes le puso la mano encima, y la retiró en seguida con una exclamación de horror. La trémula luz del fósforo que encendió entonces iluminó sus dedos llenos de coágulos y el horrible charco que iba ensanchándose poco á poco debajo del cráneo aplastado de la víctima. E iluminó también algo más que nos paralizó el corazón é hizo bambolear nuestras cabezas... ¡el cuerpo de sir Enrique Baskerville!

Era imposible que Holmes y yo no reconociéramos aquel traje de lanilla particularmente rojiza... el mismo que vestía el baronet el día que vino á vernos en nuestro departamento de la calle Baker. No hicimos más que vislumbrarlo apenas, y, en seguida, el fósforo formó pábilo y se apagó, tal como se había apagado la esperanza de nuestros corazones. Holmes soltó un gruñido, y su cara se destacó blanca entre las sombras.

—¡Ah, bestia, bestia!—grité con los puños apretados. ¡Oh, Holmes! ¡Nunca me perdonaré el haber abandonado á nuestro amigo á su suerte!

—Yo soy más culpable que usted, Watson. Pa-