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XII

LA MUERTE EN EL PÁRAMO

Por un momento me quedé sin respiración, no pudiendo dar crédito á mis oídos. Al fin recobré los sentidos y la voz, mientras sentía como si me hubieran quitado instantáneamente del alma el peso de una responsabilidad abrumadora. Aquella voz fría, incisiva, irónica, sólo podía ser de un hombre en el mundo.

—¡Holmes!—grité.— ¡Holmes!

—Salga—dijo éste,—y hágame el favor de tener cuidado con el revólver.

Me agaché para pasar por debajo del tosco dintel, y allí fuera estaba él, sentado en una piedra, con sus ojos grises que bailaban de contento al fijarse en mi expresión estupefacta.

Estaba flaco y desencajado, pero sereno y alerta, con su afilada cara bronceada por el sol y curtida por el viento. Parecía, con su traje de lanilla y su sombrero de paño, uno de tantos turistas del páramo; y con ese amor gatuno al aseo personal que era una de sus características, se había dado maña para que su barba estuviera tan suave y su ropa tan planchada como si se hallara en sus aposentos de la calle Baker.

—Nunca en mi vida he sentido tanta alegría al ver á alguno—dije, mientras le estrechaba la mano.