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Afuera, el sol se ocultaba ya, y el Poniente resplandecía de escarlata y oro. Su reflejo reverberaba con parches sangrientos en las lejanas charcas de la Gran Ciénaga. Allí estaban las dos torres de la mansión de los Baskerville, y un distante borrón de humo que indicaba la aldea de Grimpen. Entre estos dos puntos, y detrás de la colina, estaba la casa de los Stapleton. Todo era dulce y blando y apacible á la dorada luz de la tarde; sin embargo, al contemplar el cuadro, mi alma no compartía la paz de la Naturaleza: se estremecía ante la vaguedad y el terror de aquella entrevista, que cada instante que pasaba iba trayendo cada vez más cerca. Con los nervios excitados, pero firme en mi resolución, fuí á sentarme dentro de la cabaña, y esperé con sombría paciencia la llegada de su ocupante.

Y, entonces, al fin, lo oí. Llegó desde lejos hasta mí el débil rumor del tacón de una bota al golpear contra una piedra. Luego of otro golpe, y después otro y otro, cada vez más cerca. Retrocedí al rincón más obscuro, y amartillé el revólver dentro del bolsillo, resuelto á no descubrirme hasta que no hubiera podido ver algo del desconocido.

Se produjo una larga pausa que me demostró que el hombre se había parado. Luego, otra vez fueron aproximándose las pisadas; y en seguida, delante de mí, se dibujó en el suelo una sombra, a través de la entrada de la cabaña.

—La tarde es muy hermosa, mi querido Watson of decir á una voz bien conocida.—Creo firmemente que estará usted más cómodo aquí fuera,