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papel escrita. La levanté, y he aquí lo que leí en ella, toscamente garabateado con lápiz:

«El doctor Watson ha ido á Coombe Tracey.» Por un momento me quedé con el papel en la mano, tratando de conjeturar la razón de aquel breve mensaje. Era yo, entonces, y no sir Enrique, el que estaba siendo objeto de la persecución de este hombre desconocido! Por lo que veía, aquel día, por lo menos, no me había seguido él mismo, sino que había puesto un agente... el muchacho, quizás... sobre mi rastro; y ahí estaba el informe de éste. Probablemente no había dado yo un paso, desde que estaba en el páramo, que no hubiera sido observado y comunicado. Siempre esta misma sensación de una fuerza invisible, de una red sutil echada sobre nosotros con infinita destreza y cuidado; tan sutil y tan tenue, que sólo en algún momento supremo era cuando uno se daba cuenta de que estaba realmente envuelto en sus mallas!

Si había un informe, éste no sería seguramente ni el primero ni el único; de modo que oché una ojeada por la cabaña, buscando otros. Pero no vi señales de nada de esto, ni pude descubrir tampooo nada que me indicara la indole ó las intenciones del hombre que vivía en tan singular paraje; salvo que debía ser de costumbres espartanas, y que se preocupaba poco de las comodidades de la vida. Al ver el techo todo agrietado, y pensando en las fuertes lluvias, comprendí cuán firme é inmutable debía ser el propósito que lo retenía en tan inhospitalario refugio. ¿Era éste nuestro perverso enemigo, ó era, por ventura, nuestro ángel guardián? Juré que no saldría de allí hasta no saber á qué atenerme.