se hace los cigarrillos. No tenga, pues, escrúpulos para encender uno.
El hombre sacó papel y tabaco, y lió su cigarrillo con sorprendente destreza. Sus dedos eran largos y nerviosos, tan ágiles é inquietos como las antenas de un insecto.
Holmes guardaba silencio, pero sus miraditas penetrantes me revelaban el interés que le inspiraba tan original cliente.
—Supongo, señor—dijo al fin á éste, que no ha sid simplemente para examinarme el cráneo para lo que me ha hecho usted el honor de venir aquí anoche y hoy también.
—No señor, no; aunque celebro mucho haber tenido la oportunidad de hacer también eso. Vengo á verlo, señor Holmes, porque me considero un hombre muy poco práctico, y me encuentro de repente ante un problema de los más serios y extraordinarios. Reconociendo, como reconozco, que usted es el segundo de los más grandes especialistas de Europa...
—¡Hola, señor! ¿Y puedo preguntar quién tiene el honor de ser el primero?—interrumpió Holmes con alguna aspereza.
—Al hombre de espíritu estrictamente cientifico ha de atraerlo siempre, decididamente, la obra de monsieur Bertillon.
—Entonces no sería mejor que lo consultase usted á él?
—He dicho, señor, que monsieur Bertillon interesa á los espíritus estrictamente científicos. Pero, como hombre práctico, de acción, es bien sabido, señor, que usted es único. Espero, señor, que no habré sin querer...
—Un poco apenas—se anticipó Holmes.—Me