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de los pastores del páramo, que le lleva la comida á bu padre.

El más pequeño indicio de contradicción hacía saltar chispas del viejo autócrata. Sus ojos me miraron de una manera perversa, y las patillas grises se le erizaron como á un gato irritado, —De veras, señor?—me dijo, y agrego señalando la extensión del páramo:—Ve usted allá arriba el Picacho Negro? Bueno. ¿Ve usted más allá aquella colina baja, con un matorral de espi nos en la cumbre? Pues esa es la parte más pe dregosa de todo el páramo. ¿Y cree usted que eso sea un sitio adecuado para que vaya á estacionarse en él un pastor? Su conjetura, señor, es entera mente absurda.

Pave Le dije, suavemente, que reconocía haber ha blado sin estar en posesión de todos los hechos.

Mi sumisión le agradó y lo llevó á hacerme nuevas confidencias.

Puede usted estar seguro, señor, de que tengo siempre muy buenas razones en que apoyarmecuando llego á una conclusión. He visto al muchacho, una vez y otra vez, siempre con su atado, Todos los días, y, en ocasiones, dos veces por día; ne podido... pero espere un momento. Me engañan mis ojos, ó se está moviendo algo en este instante en la falda de aquella colina?

La colina indicada estaba á algunas millas de distancia, pero pude ver distintamente un pequeño punto negro sobre el fondo verde obscuro.

—Venga, señor, venga!—me gritó Frankland, lanzándose escalera arriba.—Verá usted las cosas por sus propios ojos y podrá juzgar por sí mismo.

El catalejo, un formidable anteojo montado so-