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saber que regresaría á pie, á tiempo para la comida. Después seguí á Frankland hasta el comedor de su casa.

—Hoy es un gran día para mí, señor... Uno de los verdaderos días de fiesta de mi vida—exclamó entre risitas ahogadas.—He llevado á buen término un doble acontecimiento. Quiero enseñarles á los de estos barrios que la ley es ley, y que aquí hay un hombre que no tiene miedo de invocarla.

He conseguido que quede establecido el derecho del fisco á abrir un camino por el centro del parque del viejo Middleton, por el mismo medio de él, señor, á unas cien yardas de la puerta principal de la casa. ¿Qué me dice usted de esto? Yo he de enseñarles á estos potentados que no pueden pisotear, sin más ni más, los derechos del pueblo... Dios los confunda! Y he hecho cerrar el bosque donde los de Fernworthy acostumbraban hacer sus picnics. Esta maldita gente cree, según parece, que el derecho de propiedad no existe, y que pueden meterse donde les plazca, con sus paquetes y con sus botellas. Los dos casos han sido fallados, doctor Watson, y ambos en mi favor.

No había vuelto á tener un día como éste desde que hice condenar á sir John Morland por contravención á causa de haber estado cazando en su propio parque.

—¿Cómo diablos consiguió eso?

—Vea el expediente, señor. Vale la pena leerlo... «Frankland contra Morland, tribunal de Queen's Bench»... Me costó mil pesos pero conseguí la sentencia.

Y qué ha ganado con ella?

—Nada, señor, nada. Tengo la satisfacción de decir que no me guiaba ningún interés particular El Sabueso.—12 Apot