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162 través de su rojiza superficie, y pesadas nubes de color pizarra flotaban bajas sobre el paisaje, y se arrastraban hacia abajo, ciñendo como coronas grises dos flancos de las fantásticas colinas. En la lejana hondonada, á mi izquierda, medio ocultas por la niebla, se alzaban sobre los árboles las dos torres gemelas de la mansión señorial de los Baskerville. Estos eran los únicos signos de vida humana que podía ver allí, con la única excepción de las cabañas prehistóricas que se agrupaban en las faldas de las colinás. En ninguna parte se descubría la menor huella de aquel hombre solitario que había visto yo en el mismo sitio dos noches antes.

A la vuelta me alcanzó el doctor Mortimer, que venía en su tílburi, de la distante granja de «Cenagal Pérfido», por un abrupto sendero abierto en el páramo.

El hombre ha sido siempre muy atento con nosotros, y casi no ha dejado pasar un día sin ir á la casa, á saber cómo seguíamos. Insistió en que subiera á su tílburi, y me facilitó así el regreso. Lo encontré muy afectado por la desaparición de su podenco. En sus correrías éste se había metido en el páramo y no se le había vuelto á ver más. Hice lo posible por consolarlo; pero pensaba, al mismo tiempo, en la triste suerte de la jaca en la Gran Ciénaga, y no creía que el desdichado perro volviera á aparecer nunca.

—A propósito, Mortimer —le dije, mientras, nos bamboleábamos por el camino escabroso ;—supongo que han de ser muy pocas las personas que viven á corta distancia de aquí, á quienes usted no conozca.

—Creo que no hay una sola.