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nía de Coombe Tracey, y la letra del sobresorito era de mujer.

—Y bien?

—Le diré, señor: no pensé más en la cosa, y nunca hubiera vuelto á acordarme de ella á no haber sido por mi mujer. Hace unas cuantas gemanas mi mujer estaba limpiando el estudio de sir Carlos, que no había sido tocado desde su muerte, y encontró, detrás de la rejilla de la estufa, los restos de una carta quemada. La mayor parte estaba carbonizada y en pedazos; pero junto á éstos colgaba una tira, el final de una carilla, en la que podía leerse todavía lo escrito, aunque la letra estaba gris y el fondo negro. Nos pareció que era una posdata agregada á la carta; decía: «Ten»ga la bondad de quemar esta carta; se lo ruego á usted que es un caballero; y no se olvide de »estar en el portillo á las diez.» Debajo aparecían las iniciales <L. L.» Hu —Ha guardado usted esa tira?

—No, señor; se convirtió toda en ceniza en cuanto la movimos.

—Había recibido alguna vez mi tío otras cartas con esa misma letra?

—Vea, señor: yo no acostumbraba á examinar las cartas de sir Carlos. Y no habría observado tanto ésta de que se trata, á no haber sido la circunstancia de que llegó sola.

— Y no tiene usted alguna idea de quién pueda ser L. L.?

—No, señor. Estoy tan á obscuras como ese señor. Pero creo que, si pudiéramos ponerle las manos encima á esa señora, llegaríamos á saber mucho más sobre la muerte de sir Carlos.