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mo. No diré nada que aumente su agitación, tomaré mis medidas para llegar al fin que me propongo.

Tuvimos una pequeña escena esta mañana después del desayuno. Barrymore pidió permiso á sir Enrique para hablar con él, y ambos se encerraron por poco tiempo en el estudio. Sentado en la sala de billar pude oir más de una vez el rumor de sus voces excitadas, y me formé una idea acertada del punto que era objeto de discusión. Al cabo de un rato el baronet abrió la puerta y me llamó.

—Barrymore considera que se le ha hecho un agravio—me dijo.—Piensa que hemos procedido deslealmente al perseguir á su cuñado, desde que él, por voluntad propia, nos ha revelado el secreto.

El mayordomo estaba de pie delante de nosotros, muy pálido, pero muy sereno.

—Quizá haya hablado con demasiado calor, seflor—dijo; y, si lo he hecho, le pido disculpa.

Pero me sorprendió mucho oir entrar esta mañana á los señores, y saber que habían estado tratando de dar caza á Selden. El pobre tiene ya bastantes con quienes luchar para que me ponga yo á echar más gente sobre su rastro.

—Si usted nos hubiese contado todo por voluntad propia, otra cosa hubiera sido—dijo el baronet. Usted, ó mejor dicho, su mujer, sólo nos dijo lo que había cuando la obligamos á ello y cuando no tenía más remedio que declarar la verdad.

—Nunca cref que el señor se aprovechara de eso... nunca lo creí en verdad.

—Ese individuo es un peligro público. Hay ca-