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que se trate de un ente natural presenta casi tantas dificultades como la otra. Por otra parte, fuera de lo del sabueso, existe el hecho positivo de un agente humano en Londres: el hombre del cab, la carta que prevenía á sir Enrique contra el páramo. Esto, por lo menos, es real; y puede haber sido obra, tanto de un amigo protector como de un enemigo. ¿Dónde está ahora este amigo ó enemigo? ¿Se ha quedado en Londres, ó nos ha seguido hasta acá? ¿Sería... será el desconocido que vi anoche sobre el picacho?

Es cierto que apenas pude echarle una ojeada; sin embargo, hay varias cosas que estaría dispuesto á jurar. Por ejemplo: no puede haber sido ninguna de las personas que hasta ahora he visto yo aquí, y conozco ya á todos los vecinos. Su figura era mucho más alta que la de Stapleton, y mucho más delgada que la de Frankland. No puede haber sido tampoco Barrymore, porque á éste lo habíamos dejado entonces en la casa y estoy seguro de que no nos ha seguido. Por lo tanto, un desconocido continúa acechándonos aquí cautelosamente, como un desconocido también nos accchaba en Londres. Parece que no pudiéramos sacárnoslo de encima. Si consiguiese echar el guante á este hombre, creo que, por fin, nos encontraríamos al cabo de todas nuestras dificultades.

Tengo que consagrarme ahora con todas mis fuerzas á este propósito.

Mi primer impulso fué revelar mi plan á sir Enrique. Mi segundo impulso, y más sensato, ha sido hacer mi juego yo solo, y hablar de él lo menos posible con cualquiera. Sir Enrique se muestra callado y preocupado. Sus nervios se han conmovido singularmente con aquel grito en el pára-