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fructuosa persecución. La luna estaba baja en el horizonte, á nuestra derecha, y la cima escabrosa de un picacho se destacaba sobre la curva interior del plateado disco. Allí, perfilándose tan negra como una estatua de ébano sobre aquel fondo brillante, vi la figura de un hombre, de pie sobre el picacho. No crea usted que fué una ilusión, Holmes. Le aseguro que en mi vida he visto nada más claro. A lo que me pareció, aquella figura era la de un hombre alto y delgado. Estaba con las piernas un poco separadas, los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza baja, como si estuviera meditando sobre el vasto desierto de turba y de granito que tenía por delante. Parecía ser el genio de aquel lugar terrible. No era el prófugo. La aparición estaba muy lejos del sitio en que aquél habla desaparecido. Además, Selden era mucho más alto. Lanzando un grito de sorpresa, se lo señalé al baronet; pero en el mismo instante en que me volvía para asir el brazo á éste, el hombre desapareció. aguda cima de granito seguía cortando el borde inferior de la luna, pero el picacho no presentaba ya el menor indicio de aquella figura silenciosa é inmóvil.

Hubiera deseado ir hasta allá y registrar el picacho, pero la distancia era un poco grande. Por otra parte, el baronet se estremecía todavía pensando en aquel grito que le recordaba la sombría historia de su familia, y no estaba para nuevas aventuras. Además, él no había visto al hombre del picacho y no podía sentir la agitación que á mí me habían causado su extraña aparición y su actitud dominante.

—Es un guarda, seguramente—dijo.—El pára1