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— 150 nerse, de un salto, fuera del radio iluminado, desaparecer en la obscuridad. Me precipité, pues, sobre él, y sir Enrique hizo otro tanto.

En el mismo instante, el presidiario soltó una maldición y nos lanzó una piedra que fué á estrellarse contra el peñasco que nos había ocultado hasta entonces. Alcancé á ver un bulto bajo, rechoncho, hercúleo, que se ponía de pie bruscamente, y, volviendo las espaldas, echaba á correr. Por una feliz casualidad, en aquel momento la luna se abrió paso por entre las nubes. Cruzamos á la carrera la cumbre de la colina, y vimos entonces al prófugo, que se precipitaba cuesta abajo por la otra falda, saltando por encima de las peñas con la agilidad de una cabra montés. Un tiro certero:

de mi revólver le hubiera baldado; pero yo había traído el arma para defenderme si era atacado, y no para hacer fuego contra un hombre indefenso que hufa.

Sir Enrique y yo resultamos ser excelentes corredores, y además estábamos en tren; pero pronto comprendimos que nos sería imposible alcanzarlo. Durante largo tiempo, pudimos ver al hombre, á la luz de la luna, hasta que no fué más que una pequeña mancha que se movía ágilmente entre los peñascos, en la falda de una colina distante. Corrimos y corrimos hasta perder por completo el aliento, pero la distancia que nos separaba fué haciéndose cada vez más grande. Al fin, nos detuvimos y nos sentamos jadeantes, cada uno en una peña, y estuvimos observándolo desde allí hasta que se nos perdió de vista.

Y en aquel momento fué cuando ocurrió la cosa más singular é inesperada. Nos habíamos levantado ya, y volvíamos á casa, abandonando la in-