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146 ramo, empezó á caer una lluvia menuda. La luz brillaba todavía fijamente delante de nosotros.

—¿Lleva armas?—pregunté al baronet.

—Tengo un látigo de caza.

—Conviene que caigamos sobre el individuo bruscamente—dije, porque es un hombre terrible, según dicen. Lo tomaremos así de sorpresa, y lo tendremos en nuestras manos antes de que pueda hacer resistencia.

—Oiga, Watson—dijo el baronet.—¿Qué diría Holmes de esto? ¿Qué me cuenta de aquellas horas tenebrosas en que el Espíritu del Mal anda suelto...?

Como en respuesta á las palabras de nuestro amigo, en este mismo instante surgió de la vasta lobreguez del páramo aquel grito extraño que yo había oído ya á orillas de la Gran Ciénaga de Grimpen. Llegó hasta nosotros, traído por el viento en medio del silencio de la noche, el mismo aullido prolongado y suave, profundamente lastimero, luego el terrible rugido, luego otra vez un gemido largo y melancólico, palpitante de indecible angustia. El terrible alarido se repitió una vez, dos veces, haciendo palpitar todo el espacio con sus vibraciones estridentes, furiosas, amenazadoras.

El baronet me asió el brazo, y su rostro se destacó blanco entre las sombras.

Santo Dios! ¿Qué es esto, Watson?

—No sé. Es un ruido de aquí, del páramo. Ya lo he oído otra vez.

( El grito se extinguió, y un silencio absoluto cayo sobre nosotros. Nos habíamos parado y aguzábamos los oídos, pero no percibimos nada.

—Watson—me dijo el baronet,—ha sido el aullido de un sabueso.