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vez. Anoche, por consiguiente, bajamos la luz de la lámpara y nos sentamos á fumar, tratando de no hacer el menor ruido. Es increíble lo lentas que transcurrían las horas; pero nos ayudaba á pasarlas esa misma especie de interés paciente que debe sentir el cazador cuando está vigilando la trampa en qué espera ver caer la pieza. Dió la una, luego las dos, ya habíamos renunciado por segunda vez á nuestra empresa, cuando de pronto los dos nos incorporamos en nuestros asientos, con todos nuestros sentidos, exhaustos hacía un instante, en un estado de tensión extrema. Habíamos sentido crujir una tabla del piso del corredor.

Las pisadas fueron acercándose, pasaron sigilosamente por delante de la pieza y se perdieron á la distancia. Entonces el baronet abrió con cuidado la puerta y salimos. Nuestro hombre había dado vuelta ya á la galería y el corredor estaba en tinieblas. Avanzamos por él furtivamente hasta alcanzar la otra parte, y llegamos á tiempo de entrever apenas, deslizándose en puntillas, la alta figura del mayordomo. Entró en la mima pieza de dos noches antes, y la luz de la vela se encuadró en la puerta, lanzando á través de las tinieblas del corredor un ancho rayo amarillento. Seguimos adelante cautelosamente, arrastrando casi los pies y tentando una por una las tablas del piso antes de apoyarnos en ellas. Y aunque había tenido la precaución de dejar los botines en la pieza, la vieja madera chillaba y crujía á nuestro paso. A veces parecía imposible que el hombre no llegara á sentirnos. Pero, afortunadamente, se lo impedía su sordera, y, además, estaba enteramente absorto en lo que hacía. Cuando al fin llegamos á la puerta y atisbamos por ella, lo vimos agacha-