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lo; pero lo cierto es que me sentía profundamente avergonzado por haber sido testigo de una escena tan delicada, sin que mi amigo lo supiera. Bajé corriendo la colina, y le salí al encuentro. Su rostro estaba encendido de cólera, tenía las cejas contraídas y una expresión general de perplejidad completa.

—¡Hola, Watson! ¿De dónde demonios ha salido? me preguntó.— Esto no quiere decir que me ha seguido usted, á pesar de todo?

Le expliqué las cosas: cómo me había sido imposible dejarlo solo, cómo lo había seguido, y cómo había presenciado todo lo ocurrido. Por un instante sus ojos despidieron chispas, pero mi franqueza desarmó su cólera; por último, prorrumpió en una carcajada sarcástica.

—¡Cualquiera habría creído que el mismo centro de un descampado era un sitio más que seguro para que uno estuviera á solas —dijo;—pero ¡rayos y truenos! no parece sino que toda la comarca hubiera salido á verme hacer la corte... ¡y qué corte más desdichada! ¿Dónde pudo conseguir usted asiento?

—Yo estaba en esta colina.

—Como si dijéramos en el paraíso, ¿eh? Pero el hermano estaba en luneta de primera fila, bien cerca. Lo vió usted salir?

—Sí, lo vi.

—Digame, ¿ha pensado usted alguna vez que este hombre podía estar tocado?... ¿el hermano de ella?

—Nunca se me ha ocurrido semejante cosa.

—A mí tampoco. Siempre lo he crefdo bastante cuerdo. Pero ahora le aseguro á usted que á él ó á mí, á, alguno de los dos, hay que ponernos I