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una dama que no podía ser sino la señorita Stapleton. Saltaba á la vista que existia ya una inteligencia entre ellos, y que aquel encuentro era el resultado de una cita. Caminaban lentamente, absortos en animada conversación, y pude ver que ella movía vivamente las manos, accionando como para acentuar más lo que decía, mientras él oía con atención profunda, meneando de tiempo en tiempo la cabeza como si se hallara en completo desacuerdo con su interlocutora. Me dejé estar entre las rocas, observándolos, en extremo perplejo respecto á lo que debía hacer. Alcanzarlos é interrumpir su intimo coloquio me pareció una grosería; y, sin embargo, mi deber claro y preciso era no perder nunca de vista al baronet, ni por un instante. Y estar allí, espiando á un amigo, era para mí una tarea por demás odiosa. Pero no encontraba camino mejor que éste, el de vigilarlo á escondidas; después descargaría mi conciencia confesándole lo que había hecho. Es cierto que si llegaba á amenazarlo de pronto algún peligro me encontraría demasiado lejos para poder intervenir.

Pero estoy seguro de que usted convendrá conmigo en que mi situación era muy difícil, y que no hubiera podido hacer nada más que lo que hice.

Sir Enrique y la dama se habían parado; y, siempre en el sendero, continuaban profundamente embebidos en su conversación, cuando, de improviso, me di cuenta de que no era yo el único testigo de esta entrevista. Un manojo de filamentos verdes, que flotaban en el aire, interceptó de' pronto mi visual; y, al fijar mis ojos en él para localizarlo, vi que estaba ligado á la punta de un palo, cuyo otro extremo desaparecía tras la figura de un hombre que, de espaldas á mí, iba an-