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Venía, indudablemente, del lado en que la pluma de humo gris indicaba la situación de Merripit House, pero la depresión del terreno la había ocultado hasta aquel momento.

Aquella era, sin duda alguna, la señorita Stapleton de quien se me había hablado, porque, en primer lugar, las damas no podían ser muy abundantes en el páramo; y, en segundo, alguien había descrito á dicha señorita como una beldad. La joven que se aproximaba era, en efecto, notable por su belleza, y de un tipo verdaderamente excepcional. Imposible hubiera sido hallar un contraste más grande entre hermano y hermana: Stapleton no resultaba ser ni blanco ni moreno, y tenía los cabellos rubios y los ojos grises; ella era más morena que cuantas trigueñas había visto yo en Inglaterra; y, además, delgada, alta y esbelta. Su rostro, de expresión arrogante, estaba modelado con tal regularidad que hubiera parecido impassible á no ser por la boca sensitiva y por los hermosos ojos negros y vehementes. Con su figura delicada y su vestido elegante, la joven era realmente una aparición extraña en el solitario sendero del páramo. En el momento que me di vuelta, sus ojos estaban fijos en su hermano; y, al notar mi movimiento, los desvió para clavarlos en mí, y apretó el paso. Yo me alcé la gorra, é iba á decirle algo, cuando las palabras que salieron de sus labios encarrilaron todos mis pensamientos por otras vías.

— Vuélvase !—me dijo.— Vuélvase á Londres inmediatamente!

Lo único que pude hacer fué mirarla de hito en hito con estúpida sorpresa. Sus ojos me fulmina-