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picada sólo por los verdes parches de los juncos.

Nada se movía sobre la vasta superficie, ni se oía nada tampoco, salvo una pareja de cuervos que graznaban chillonamente desde algún picacho situado á nuestra espalda.

—Usted es un hombre culto, señor Stapleton.

¿Cree, acaso, en un disparate semejante? ¿Cuál piensa usted que sea la causa de un grito tan espantoso?

—Los pantanales tienen á veces ruidos extraños. Ora es el fango que se asienta, ora el agua que se levanta, ó algo por ei estilo.

—No, no; éste era el grito de un ser animado.

—Bueno; tal vez sea como usted dice: Ha oído usted alguna vez el reclamo del alcaraván?

—No, nunca.

—Es un pájaro muy raro ahora en Inglaterra; se puede decir que la especie está extinguida; pero en el páramo todo es posible. Sí; no me sorprendería el saber que lo que hemos oído es el grito del último de los alcaravanes.

—Este aullido es seguramente la cosa más embrujada, más extraordinaria que haya oído yo en mi vida.

—Sí; el escenario comp tamente fantástico.

Vea la falda de aquella colina. ¿Qué le parece que es eso?

La empinada ladera estaba enteramente cubierta de vallas circulares de piedra; se veía una docens, por lo menos.

¿Qué son? Corrales de ovejas?

& —No; son las casas de nuestros respetables abuelos. En la época prehistórica los hombres vivían en gran número aquí, en el páramo, y como después de ellos nadie ha ocupado sus viviendas,