rreando el ganado, de intento voceado y apaleado entonces para que las reses corran y se atropellen, y de este modo sacudan de lo lindo los cencerros. Tómanlo á provocación los de Rinconeda, y venganse propalando la especie de que ese lujo y otros tales hacen gastar al pueblo autónomo lo que no tiene, y vivir en perpetua trampa, como señor de pocas rentas y mucha fantesia.
Como Cumbrales está tan alto, no bien el ábrego (viento del Sur) arrecia, andan las tejas por las nubes y las chimeneas por los suelos, mientras los vecinos de Rinconeda, amparados del viento por la sierra, dicen (según la fama), sobándose las manos y pensando en los de arriba:—«¡Hoy sí que vuelan aquellos!» Pero cesa el Sur, y comienza a llover á mares, y son verdaderas cascadas las laderas de la meseta y de la sierra, con lo cual cada calleja del otro pueblo es un torrente, y una isla cada casa; y dice la gente de arriba, acordándose del dicho tradicional y malicioso de los de abajo:—« Esta vez los barre el agua, por peces que sean.»
Así anda todo encontrado y á testerazos en estas dos aldeas vecinas, llenas, por lo demás, de gentes honradísimas, trabajadoras y apreciables. Pero si entre los inquilinos de una misma casa hay puntillos y rivalidades que encienden á menudo las iras y los odios, ¿qué mucho que suceda esto mismo y algo más entre dos pueblos montañeses que viven, como quien dice, en la misma escalera, y son de un mismo oficio y de la propia casta, y sólo se diferencian en que el uno tiene un palmo más de tela que el otro en el faldón de la camisa?
Y con esto, descendamos del campanario, pues he dicho bastante más de lo que pensaba y hace falta en el presente capítulo, y volvamos á la cajiga, que no á humo de pajas comencé por ella el relato; mas no sin