las espesas hojas; luégo otras ramas, y más arriba otras, y cuanto más altas más cortas, hasta concluir en débil horquilla, que era la clave de aquella rumorosa y oscilante bóveda.
Ordinariamente, la cajiga (roble) es el personaje bravio de la selva montañesa, indomito y desaliñado. Nace donde menos se le espera: entre zarzales, en la grieta de un peñasco, á la orilla del río, en la sierra calva, en la loma del cerro, en el fondo de la cañada... en cualquiera parte.
Crece con mucha lentitud; y como si la inacción le aburriera, estira y retuerce los brazos, bosteza y se esparranca, y llega á viejo dislocado y con jorobas, y entonces se echa el ropaje á un lado y deja el otro medio desnudo. Jamás se acicala ni se peina, y sólo se muda el vestido viejo cuando la primavera se le arranca en harapos para adornarle con el nuevo; le nacen zarzas en los piés, supuraciones corrosivas en el tronco, y musgo y yesca en los brazos, y se deja invadir por la yedra, que le oprime y le chupa la savia. Esta incuria le cuesta la enfermedad de algún miembro, que, al fin, se le cae seco á pedazos, ó se le amputa con el hacha el leñador; y en las cicatrices, donde la madera se convierte en húmedo polvo, queda un seno profundo, y allí crecen el muérdago y el helecho, si no le eligen las abejas por morada para elaborar ricos panales de miel que nadie saborea. Es, en suma, la cajiga, un verdadero salvaje entre el haya ostentosa, el argentino abedul, atildado y geométrico, y el rozagante aliso, con su cohorte de rizados acebos, finas y olorosas retamas y espléndidos algortos.
Pero el ejemplar de mi cuento era de lo mejorcito de la casta; y como si hubiera pasado la vida mirándose en el espejo de su pariente la encina, parecíase mucho á ella en lo fornido del cuerpo y en el corte del ropaje.