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a volverme hacia ella; pero la sentia presente, y la alegría me apretaba la garganta hasta ahogarme.

Lo que causaba su hilaridad no lo he sabido nunca.

Acaso alguna indumentaria ridícula, como las que se encuentran en todos los países en los bailes oficiales. Caí en la cuenta de que había un espejo delante de mi. Levanté la vista y la vi, sin ser visto, entre su madre y su tio, más bella y más radiante que el dia en que la habia contemplado por vez primera. Un triple collar de perlas acariciadoras ondulaba blandamente alrededor de su cuello y seguía el dulce contorno de sus espaldas divinas. Sus bellos ojos centelleaban con el fuego de las bujías, sus dientes reían con una gracia inexpresable; la luz jugaba como una loca en el bosque de sus cabellos. Su vestido era el de todas las muchachas; no llevaba, como la señora Simons, un ave del paraíso en la cabeza; pero esto sólo la hacía parecer más bella; su falda estaba levantada por algunos ramilletes de flores naturales; tenia también flores en el corpiño y en los cabellos, y ¡qué flores, señor! No puede usted figurarse. Yo pensé morir de alegria cuando vi que entre ellas estaba la Boryana variabilis. Todo me caia del cielo al mismo tiempo. ¿Hay nada más dulce que herborizar en los cabellos de la mujer a quien se ama? Yo era el más dichoso de los hombres y de los naturalistas. El exceso de felicidad me arrastró más allá de los límites de las conveniencias. Me volvi bruscamente hacia ella, le tendi las manos y le grité:

—¡Mary—Ann! ¡Soy yo!

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