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pléndidamente alumbrada, se dividía en dos cam pos. A un lado estaban las butacas reservadas a las damas, detrás del trono del rey y de la reina; al otro, las sillas destinadas al sexo feo. Con mirada ávida revisé rápidamente el espacio ocupado por las damas. Mary—Ann no se encontraba todavia allí.

A las nueve vi entrar al rey y a la reina, precedidos de la camarera mayor, del mayordomo mayor de palacio, de los ayudantes, de las damas de honor, de los oficiales de órdenes, entre los cuales me mos traron al señor Jorge Micrommatis. El rey estaba magníficamente vestido de palikaro, y la reina llevaba un vestido admirable, cuyas elegancias exquisitas no podian venir más que de París. El lujo de los vestidos femeninos y el brillo de los trajes nacionales no me deslumbraron hasta el punto de ha cerme olvidar a Mary—Ann. Tenía la vista clavada en la puerta y esperaba.

Los miembros del Cuerpo diplomático y los principales invitados se colocaron en circulo alrededor del rey y de la reina, que les distribuyeron palabras amables durante una media hora. Un oficial, colocado delante de nosotros, retrocedió tan torpemente, que me pisó y me arrancó un grito Esto le hizo volver la cabeza, y reconocí en él al capitán Pericles, recién condecorado con la Orden del Salvador. Me pidió perdón y me preguntó cómo iba.

Yo no pude menos de contestarle que mi salud no le importaba. Harris, que sabia todą mi historia de punta a punta, dijo cortésmente al capitán: