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en sus brazes llorando. Era mucho ver que todos aquellos a quienes ella queria habían sobrevivido a la batalla; pero encontró a su padre envejecido de veinte años. Acaso le hizo también sufrir la indiferencia de John Harris. Este se la entregó al Rey con una desenvoltura completamente norteamericana, diciéndole:

—Estamos en paz. Usted me ha devuelto a mi amigo, y yo le entrego la señorita. Do ut des. Las buenas cuentas hacen los buenos amigos. Y ahora, augusto anciano, ¿a qué clima bendito irá usted en busca de la horca? ¡Usted no es hombre para retirarse de los negocios!

Perdóneme —respondió el rey con cierta altivez—, me he despedido del bandidaje y para siempre. ¿Qué podria hacer en la montaña? Todos mis hombres están muertos, heridos o dispersos. Podria buscar otros; pero estas manos que han hecho inclinarse a tantas cabezas se niegau a servirme. Que los jóvenes ocupen mi sitio; pero les desafio a que igualen mi fortuna y mi fama. ¿Qué voy a hacer con este residuo de vejez que me dejan ustedes?

No sé todavia. Pero esté usted seguro de que mis últimos dias estarán muy llenos de trajín. Tengo que casar a mi hija, que dictar mis memorias.

Acaso también, si las conmociones de esta semana no han fatigado en exceso mi cerebro, consagraré al servicio del Estado mi talento y mi experiencia. Que Dios me conceda espiritu sano, y antes de seis meses seré presidente del Consejo de ministros.