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le perdón. Algunos le suplicaron que no los abandonase: no sabian qué hacer sin él. No les concedió el honor de responderles una sola palabra. Nos suplicó que le condujésemos a Castia para coger caballos, y á Salamina para ir en busca de Fotini.

Los bandidos nos dejaron partir sin resistencia.

Al cabo de algunos pasos, mis amigos notaron que yo me arrastraba con pena; Giacomo me sostuvo; Harris me preguntó si estaba herido. El Rey me lanzó una mirada suplicante. ¡Pobre hombre! Conté a mis amigos que habia intentado una evasión peligrosa, y que mis pies habian salido malparados.

Descendimos lentamente los senderos de la montaña. Los gritos de los heridos, y las voces de los bandidos que estaban deliberando sobre el terreno, nos acompañaron un buen rato. A medida que nos acercábamos a la aldea, el tiempo se despejaba y los caminos se secaban bajo nuestros pies. El primer rayo de sol me pareció muy hermoso. Hadgi Stavros prestaba poca atención al mundo exterior: miraba dentro de si mismo. Es grave, eso de romper con una costumbre de cincuenta años.

En las primeras casas de Castia nos encontramos con un monje que llevaba un enjambre en un saco.

Nos saludo cortésmente, y se excusó de no haber venido a vernos desde la vispera. Los tiros le habian dado miedo. El Rey le saludó con la mano, y pasó de largo.

Los caballos de mis amigos les esperaban, con su guia, junto a la fuente. Pregunté cómo era que habia cuatro caballos, y me dijeron que el señor Meri-