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—Tiene usted razón. Soy un miserable viejo; perdoneme. ¡Prométame usted tratarla bien!

¡Qué diablo quiere usted que le haga! Puesto que ya he encontrado a Hermann, se la devolveré cuando usted quiera.

¡Sin rescate!

—Viejo imbécil!

—Ahora verá usted—dijo el Rey—si soy un viejo imbécil.

Echo su brazo izquierdo alrededor del cuello de Dimitri; extendió su mano, crispada y temblorosa, hacia el puño de su sable; sacó penosamente la hoja fuera de la vaina, y marchó hacia la escalera por donde los insurrectos de Colzida se aventuraban lienos de vacilación. Al verle ellos retrocedieron, como si la tierra se hubiera abierto para dejar paso al juez de los infiernos. Eran quince o veinte, todos armados: ninguno de ellos osó defenderse, ni disculparse, ni huir. Temblaban sobre sus piernas vacilantes ante el rostro terrible del Rey resucitado. Hadgi Stavros marchó recto contra Colzida, más pálido y más helado que todos los demás, y echando el brazo hacia atrás, por un esfuerzo imposible de medir, corto de un golpe aquella cabeza que tenia una innoble expresión de espanto. En seguida le volvió el temblor. Dejó caer su sable a lo largo del cadáver, y no se digno recogerlo.

Vámonos—dijo—; me llevo la vaina vacia. La hoja no sirve para nada, ni yo tampoco: he terminado.

Sus antiguos compañeros se acercaron para pedir-