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se aprende en los tratados elementales; recordé, sin embargo, que el envenenamiento por arsénico se cura por un método que se parece un poco al del doctor Sangredo. Hice cosquillas en el esófago del enfermo para libertar a su estómago del peso que le torturaba. Mis dedos le sirvieron de vomitivo, y pronto tuve fundamentos para pensar que el veneno estaba en gran parte expulsado. Los fenómenos de reacción se produjeron en seguida: la piel se puso ardorosa, el pulso aceleró su marcha, se coloreó el rostro, y los ojos se inyectaron de hilillos rojos. Le pregunté si uno de sus hombres sería lo bastante hábil para sangrarle, y él mismo, ligándose el brazo, se abrió tranquilamente una vena al ruido del tiroteo y en medio de las balas perdidas que le salpicaban de tierra. Echó al suelo una buena libra de sangre, y me preguntó con voz dulce y tranquila qué otra cosa tenía que hacer. Le ordené que bebiese y bebiese sin parar hasta que las últimas partículas de arsénico fuesen arrastradas por el torrente de la bebida. Precisamente se encontraba todavía en el cuarto el pellejo de vino blanco que había causado la muerte de Basilio. Este vino, disuelto en agua, sirvió para devolver la vida al Rey. Me obedeció como un niño, y hasta creo que, la primera vez que le tendi la copa, su pobre vieja majestad, dolorida, se apoderó de mi mano para besarla. Hacia las diez de la noche iba mejor, pero su cafedgi estaba muerto. El pobre diablo no pudo deshacerse de su veneno sin reaccionar. Lo arrojaron por el barranco desde lo alto de la cascada. Todos nuestros defensores pa-