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Si Colzida y sus compañeros hubieran tenido la menor noción de la guerra, estábamos perdidos.

Hubieran tomado la barricada, entrando a viva fuerza, y nos hubieran acorralado contra el muro o arrojado por el barranco. Pero al imbécil, que tenía más de dos hombres contra uno, se le ocurrió economizar las municiones y desplegar en guerrilla a veinte torpes que no sabian tirar. Los nuestros no eran mucho más hábiles. Pero mejor mandados y más prudentes, rompieron muy bien cinco cabezas antes de venir la noche. Los combatientes se conocían, todos por sus nombres y se interpelaban de lejos a la manera de los héroes homéricos. El uno intentaba convertir al otro apuntándole, el otro respondia con una bala y un razonamiento. El combate no era más que una discusión armada donde de cuando en cuando la pólvora pronunciaba su palabra decisiva.

Por mi parte, tendido en un rincón resguardado de las balas, intentaba deshacer mi obra fatal y volver a la vida al pobre Rey de las montañas, que sufria cruelmente y se quejaba de una sed ardiente y de un vivo dolor en el epigastrio. Sus manos y sus pies helados se contraían con violencia. El pulso era débil; la respiración, ahogada. Su estómago parecia luchar contra un verdugo interior sin conseguir expulsarlo. Sin embargo, su espíritu no había perdido nada de su viveza y su presencia de ánimo; su mirada viva y penetrante buscaba en el horizonte la rada de Salamina y la prisión flotante de Fotini.

Me dijo, crispando su mano alrededor de la mia: