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para apoderarse de mi y hacerme compartir los dolores de su agonia. Hadgi—Stavros carecia de fuerza para defenderme. De cuando en cuando, un hipo formidable sacudia aquel gran cuerpo, como el hacha del leñador sacude un roble centenario. Los bandoleros estaban persuadidos de que se hallaba en las últimas y de que el viejo invencible iba, al fin, a caer vencido por la muerte. Todos los lazos que les unian a su jefe, lazos de interés, de temor, de esperanza y de agradecimiento, se rompieron como hilos de araña. Los griegos son la nación más indócil de la tierra. Su vanidad, movediza e intemperante, se somete algunas veces, pero como un resorte pronto á saltar de nuevo. Saben, cuando la necesidad obliga, apoyarse en el más fuerte, o deslizarse discretamente detrás del más hábil; pero nunca perdonan al amo que les presta protección y riqueza. Desde hace más de treinta siglos, este pueblo está compuesto de unidades egoistas y celosas, unidas por la necesidad, pero que ninguna fuerza humana podria fundir en un todo.

Hadgi—Stavros aprendió a su costa que no se manda impunemente a sesenta griegos. Su autoridad no sobrevivió un minuto a su vigor moral y a su fuerza fisica. Sin hablar de los enfermos, que nos enseñaban el puño echándonos en cara sus sufrimientos, los hombres sanos formaban un grupo frente a su rey legitimo, alrededor de un campesino grueso y brutal llamado Colzida. Era el más hablador y desvergonzado de la partida, un patán imprudente, sin talento y sin valor, de esos que se esconden du-