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Pero hágale saber desde hoy mismo que está usted libre, y júreme por la vida de su madre que no hablará a nadie del daño que le he hecho.

Yo no sabia bien cómo soportaria las fatigas del transporte; pero todo me parecía preferible a permanecer con mis verdugos. Temia que entre mi y la libertad 10 viniese a elevarse un nuevo obstáculo.

Le dije al Rey:

—Vamos. Juro por lo más sagrado que no tocarán a un cabello de tu hija.

El me levantó en sus brazos, me echó a sus espaldas y subió la escalera de su gabinete. La partida entera le salió al paso y nos interceptó el camino.

Mustakas, livido como un colérico, le dijo:

—¿Adónde vas? El alemán ha hecho un conjuro a la fritada. Todos estamos sufriendo como condenados del infierno. Vamos a perecer por su culpa, y queremos que él muera antes que nosotros.

Estas palabras me despeñaron desde la cumbre de mis esperanzas. La llegada de Dimitri, la intervención providencial de John Harris, el cambio de Hadgi—Stavros, la humillación de aquella cabeza soberbia a los pies de su prisionero, tantos acontecimientos ámontonados en un cuarto de hora, me habian turbado el cerebro: olvidaba el pasado y me lanzaba en loca carrera hacia el porvenir.

Al ver a Mustakas, el veneno volvió a mi memoria. Senti que cada minuto iba a precipitar un suceso terrible. Me agarré al Rey de las montañas, anudė mis brazos en torno de su cuello, le conjuré a que me llevase sin tardanza.